Intervención de Antonio Manuel en el 86 aniversario del asesinato de Blas Infante: En Andalucía no hay extranjeros

Hermanas y hermanos andaluces:

Aquí, tal día como hoy, asesinaron a Blas Infante. Y aquí, cada 10 de agosto, volvemos para que no se olvide esta infamia, y para que nadie se atreva a repetirla y matar nuestro futuro. Lo hacemos en un acto libre, sobrio, abierto, plural y ciudadano, organizado por la Fundación que lleva su nombre y que custodia su legado, sin más protocolo que el silencio y el respeto que merecen los que dejaron la vida antes de tiempo. Porque en esta misma tierra y bajo este mismo cielo, no sólo mataron a Blas Infante, un hombre bueno que aspiró a liberar al pueblo andaluz como liberaba a los pájaros de sus jaulas. También asesinaron al que fuera alcalde de Sevilla, José González Fernández de La Bandera; al diputado socialista, Manuel Barrios; al masón Fermín Zayas; y al teniente alcalde del Ayuntamiento de Sevilla y militante de Unión Republicana, Emilio Barbero Núñez. Todos arrojados a una fosa común pero no al olvido, como tantísimas personas inocentes en Andalucía. Sólo en las provincias de Córdoba, Sevilla, Huelva y Cádiz hay más represaliados por el franquismo que en las dictaduras chilena y argentina juntas. Cada vez que los nombramos, viven y cobra más fuerza el grito con el que Blas Infante apostilló rebelde cada uno de los disparos que causaron su muerte: ¡Viva Andalucía Libre!


Hemos venido aquí a recordar los recuerdos que no tuvieron. Cada uno de nosotros conserva en el desván de su corazón el gozo que sentimos al contemplar los ojos nuevos de nuestra hija recién nacida; el temblor que nos recorrió el cuerpo al besar por vez primera a la persona que amamos; la desazón al apretar la mano de nuestra madre para impedir que se aleje de nuestro lado como una cometa con el hilo roto. Blas Infante, no. Ellos no. Sus recuerdos se quedaron por hacer, porque sus vidas se quedaron por vivir. Blas Infante no pudo recordar el día que sus hijas se casaron porque sus asesinos hicieron de su traje una mortaja. Blas Infante no pudo ver a sus nietos porque sus ojos siguen clavados en la tierra, huérfanos sin sus gafas. Blas Infante no pudo despedirse de su esposa porque le negaron el derecho al último abrazo antes del adiós definitivo. A Blas Infante le faltan los recuerdos de la vida que no pudo vivir porque fue asesinado. Y a su hijo y a sus hijas les falta el recuerdo del entierro digno de su padre. Un hombre digno como todas las víctimas del franquismo. Lo indigno es que un Estado como el nuestro se haya construido sobre sus huesos. Y que muchos de sus familiares hayan muerto sin el recuerdo de haberse hecho justicia.


Hace poco más de un mes, también fueron arrojados a una fosa común los migrantes que murieron al saltar la valla de Melilla. Se cuentan por miles los que dormirán para siempre en la fosa común del Mediterráneo o del Atlántico, al hundirse las pateras con las que intentaban llegar a una tierra nueva donde fabricar nuevos recuerdos. Ninguno de ellos podrá contar a los suyos de qué color eran los amaneceres más allá del horizonte. Ninguna de ellas podrá amamantar a los hijos que no tuvieron. Ninguno de ellos pudo decirnos su nombre y ninguno de nosotros podrá recordarlo. Decía Blas Infante que en Andalucía no hay extranjeros. Que si me visitas, me sentirás tu huésped, y te sentirás tú, dueño de mi casa. Y es así porque nuestra alma es universal y se entiende en la misma lengua con cualquier alma que venga a dormir a nuestra cama. No somos andaluces por ser hijos de andaluces. Ni siquiera somos andaluces por nacer en Andalucía. Somos andaluces porque hemos decidido libremente serlo. Y quienes murieron al intentar cruzar la calle de agua, también querían ser andaluces como tú y como yo. En muchos casos, para ganarse la vida de manera indigna en los surcos y en los andamios. No para morir de manera indigna y sin recuerdos en una fosa cubierta de tierra o de agua.
Recordarlos también es recordar la memoria reciente de nuestro pueblo. De los jornaleros de entonces y los de ahora, sean camareros, becarios, limpiadoras de hotel o cuidadoras. De los que se llamaban Curro o Lola y de los que se llaman Mohamed o Zaida. El color de la sangre y del sudor nos hermana. De aquellos que tuvieron que emigrar a Cataluña o Alemania con la memoria de su pueblo grabada a fuego en la lengua y en los ventrículos, igual que hoy emigran nuestros jóvenes con másteres en la maleta para ganarse la vida lejos de la Andalucía que aman. Tan andaluces son los que se van como los que vienen. Y unos y otros tienen derecho a elegir libremente su presente, aquí, sin tener que renunciar a que sus recuerdos huelan a romero y hierbabuena.


Hemos venido a recordar los recuerdos que no vivió Blas Infante. A recordarle que seguiremos luchando por los sueños que sí soñó. Que nos sentimos orgullosos y orgullosas de ser andaluces porque así lo hemos querido, de nuestra bandera, de nuestro himno, de lo que hemos conseguido y de lo mucho que nos queda por conseguir. Pero, por encima de todo, hemos venido aquí para que cada flor que depositemos al pie de su estatua sea nuestra manera de comprometernos por una Andalucía más libre y solidaria, rindiendo memoria a cada una de las personas que emigraron de esta vida porque lo mataron, o porque no pudieron alcanzar nuestra orilla, o porque tuvieron que marchar de Andalucía como hicieron sus abuelos y abuelas. Hemos venido aquí para recordar, frente a quienes quieren que olvidemos, el grito que Blas Infante nos dejó escrito en el aire para que hoy lo empuñemos con la garganta: ¡Viva Andalucía Libre!